Fueron apenas unas milésimas de segundo. Un suspiro. Menos incluso. Un bache, un maldito bache, que el resto del pelotón salvó –salvo algún susto sin consecuencias más allá de un repentino acelerón del ritmo cardiaco– sin mayores problemas.
Y un quitamiedos. Una cuchilla afilada y amenazante que, por otro milagro al que ya nos tiene muy acostumbrados el atareadísimo ángel de la guarda de los ciclistas, tenía en esa curva una escapatoria tan breve como suficiente.
Alejandro Valverde, El Bala, 41 veranos de almanaque. Bajador como pocos. Su inseparable y queridísimo José Joaquín Rojas, Rojillas, tan murciano como el de Las Lumbreras, había decidido mover las cosas. Ya tocaba. El terreno era ideal y los Movistar estaban juguetones.

El recuerdo de Alemania
Barbas de dos días, o día y medio, a saber. Y después de Rojillas, que es buenísimo, pero no es Valverde, aceleró El Bala. Y los gallos, los que no visten de azul, sí hacen caso cuando ven pasar los colores del arcoíris, casi olvidados ya, en su bocamanga. Superman, agazapado, espera su turno. Tensión máxima. Sólo las chicharras, que siguen estridulando sin misericordia, parecen ajenas a la tormenta que se avecina.
Y entonces, el bache. La mano que se despega del manillar. La pierna que, desesperada, busca evitar lo inevitable. El quitamiedos que se acerca. Imágenes de un Düsseldorf lluvioso en plena canícula alicantina. El golpe. El barranco. La clavícula. El adiós.
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Llorar de rabia
Valverde, que hizo llorar a medio mundo ciclista (es un decir, porque fuimos todos) en una maravillosa tarde austriaca, intentó seguir, pero era imposible. Cagon sos y todo eso en el coche. Y las lágrimas. Las de El Bala, claro. Pero también las de Chente, con su barba de a saber cuántos días. Y, de nuevo, las de todo el mundo del ciclismo.
Ahora han pasado unos cuantos días de todo aquello. Descansa La Vuelta en Andalucía y descansa, por decir algo, Valverde en Murcia. Operado y esperando. Maldiciendo su suerte. Y aunque él lo tenga meridianamente claro –ya ha dicho que seguirá el año que viene si Unzue y los suyos le dan la opción–, los demás pensamos si ese abrazo con Chente, llorando y maldiciendo, será lo último que hayamos visto de él en una gran vuelta.
Valverde el disfrutón
Alejandro Valverde –41 años, 20 de ellos como ciclista profesional. 129 victorias que, en teoría, son algo más de seis al año– no se merece ese adiós. Como tampoco se merecía irse con la pierna partida en dos sobre el asfalto alemán en aquel Tour de 2017. Pero El Bala, aquel que una vez fue El Imbatido, tampoco se merece, aunque lo hagamos todos con la mejor de las intenciones, verse obligado, presionado, a seguir hasta el infinito y más allá si no quiere. Si no puede.
Valverde se lo ha dado todo al ciclismo. Su vida entera. Y lo ha hecho por muchos motivos. Seguramente, al principio de todo, eran muy distintos a los actuales. Con su edad y su palmarés, no tiene nada que demostrar. La vida, en lo económico, la tiene más que resuelta. Podrá comprarse uno, dos o veinte camiones para fardar de ellos cuando quiera. No es eso.
Lo que hace ya mucho tiempo que mantiene a Valverde atado a la bici y al dorsal es que esto le gusta. Le encanta ganar, claro; pero ya sabe que eso será cada vez más difícil… si es que vuelve a ser. El Bala es ahora un disfrutón. Un poco raro, eso sí; porque hay que ser raro para disfrutar de las privaciones, el sufrimiento, el dolor y la exigencia del ciclista profesional, pero ya saben, él es así.

El espejo de Induráin
No merece, insisto, Valverde irse así; pero si eso es lo que finalmente decide, a los demás, los que hemos disfrutado de sus dos décadas de Ciclismo (con mayúscula, sí); no nos quedará más que darle las gracias e inventar la manera de decirle adiós de la forma que merece, aunque sea fuera de la carretera.
Porque Valverde no merece acabar de esta manera, pero tampoco merecía Miguel Induráin dejar para la posteridad una última foto entrando, derrotado, en el Hotel Capitán de Cangas de Onís. Él, que había volado tan alto, tan elegante, tan majestuoso, sobre las más míticas cimas del ciclismo. Él, que había sido Flash en tantas cronos.
Con el recuerdo de Miguel, que podría haber seguido algún año más, claro que sí; debemos mirar ahora a Valverde porque seguir sólo tendrá sentido si él lo desea. Si cree que, pese a todo, puede volver a empezar de cero un invierno más.
Si no es así, si decide dejarnos huérfanos, que así sea. Y lo mejor para todos, para él y para nosotros, será que borremos de las carpetas de fotos históricas esa imagen abrazado a Chente y recuperemos otro abrazo, con Escámez, en una tarde austriaca del 30 de septiembre de 2018. Porque cada abrazo es distinto y el último que hemos visto… así no, cagon sos.
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Roglič, el blanco de todos en La Vuelta - Nicolás Van Looy · agosto 24, 2021 a las 9:39 am
[…] sus rivales. ¡Ay sus rivales! Lo intentan y, por el camino, se descalabran. Por ahora, tras una semana de pedaleo, apenas han conseguido arañar un poco el poder absoluto de […]